Aún puedo sentir y recordar el peso de Mia en mis brazos al nacer. Nunca había querido tener a recién nacidos entre mis manos, tampoco es que estuviera reservando ese momento para cuando naciera mi primera hija. De hecho, tan siquiera me pasaba por la cabeza ser padre, y menos aún de dos niñas.
Reconozco que en un primer momento me sentí feliz de sostener a esa pequeña criatura e intentar que encontrara en mí un hogar.
Pero eso solo fueron los primeros días. Enseguida llegó el vacío. Pensarás que eso les pasa a todos los padres, que son inseguridades típicas de querer hacerlo bien, de estar abrumado por un cambio de vida radical, no tener tiempo para uno mismo o simplemente no se veían cambiando pañales a las tres de la madrugada.
En mi caso, no es que no quisiera ser padre. Es que no se despertó en mí esa parte biológica que te empuja de forma consciente a querer serlo. Suele pasar en muchas mujeres, que por mucho que en su cabeza ronde la idea de ser madre, hasta que no lo pide el cuerpo ahí no pasa nada.
Me sentaba a jugar con ella, a hablarle, a cambiarle la ropa, a bañarla… y por mucho que todo el mundo me dijera que era un buen padre, nada se removía en mi interior. Algunas veces incluso interiormente hacía la cuenta atrás para llegar a la hora de ponerla a dormir y descansar. No físicamente. Si mentalmente. Era incapaz de verme en esa faceta de la vida, como si cada mañana me levantara para hacer una obra de teatro, donde yo actuaba como padre.
Hicieron falta meses y noches sin dormir, para darme cuenta de que, por mucho que no me sintiera padre, estaba actuando como tal. Y quizás esa pequeña diferencia entre ponerse la etiqueta padre o simplemente ejercer como tal, hizo que cada vez dejara más a un lado mis sentimientos (apartados, que no invalidados) que me alejaban de mi hija, para simplemente actuar como padre. Dejé de buscarle explicación a por qué no sentía nada más profundo, por qué no me generaba una felicidad tan grande como en las películas o por qué mi fondo de pantalla no era una foto de mi hija.
A partir de ese día, pasé de ser un simple padre, a ser papá.
Te quiero, Mia.
A. Fradera

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