Eran las cuatro de la madrugada, o al menos eso era lo que decía su antiguo reloj. Hacía semanas que ya no miraba las horas, y en ese momento presa por la desesperación de no saber en qué día vivía, se dispuso a observar las finas manecillas de su reloj durante un momento. Apenas pasaron dos segundos cuando una extraña figura la sorprendió. Quién era esa persona que dormía a su lado, en esa vieja y diminuta cama? Parecía como si hubiera descansado toda la vida en ella, acomodándose cada parte de su delgado cuerpo en ese colchón.
Presa por el pánico decidió coger con sus temblorosas manos el teléfono. Junto al teléfono, en un marco lleno de polvo, había una fotografía donde apenas se podía distinguir a dos jóvenes. Era aquél hombre que posaba junto a ella, el mismo que dormía en su cama? Sin dejar el teléfono, como si de un salvavidas se tratara, se acercó al extraño. Respiraba profundamente, llevaba puesto un pijama de rayas marrón y lo que al parecer eran sus gafas descansaban en la mesilla.
Esa cara le resultaba familiar. Y aunque no estaba del todo segura, creía haberla visto muchas veces a lo largo de su vida. Era como si estuviera acostumbrada a ver a ese hombre. Algo desorientada y después de fijarse bien en la empolvada fotografía, dió por hecho que era su marido, y eso la tranquilizó.
Decidió volver a meterse en la cama; su cabeza llena de sueño e incertidumbre, necesitaba un receso. Quizás había sido una pesadilla, estaba demasiado cansada o simplemente había bebido algo más de la cuenta esa noche durante la cena.
Se hicieron las nueve y doce minutos de la mañana, de esa mañana de otoño que nunca más volvería a recordar. Esa mañana que poco a poco se la llevó, la que hizo que dejara de ser ella. Dejó también ese hombre de ser él, para convertirse confusamente en un extraño que dormía junto a ella. Y es que ese día, poco a poco su memoria se fue deteriorando y su cuerpo apagando.
Seguía despertándose cada madrugada, a las cuatro. Observaba a su alrededor, y sin saber bien el porqué, decidía no decir nada. Seguía durmiendo al lado de un hombre que no conocía. Lentamente dejó de sentir, de recordar y de vivir. Su cabeza se fue a otro lugar, seguramente a su infancia: jugando con la comida, desobedeciendo y desprendiéndose de lo que toda una larga vida le había enseñado.
Eran de nuevo las cuatro de la madrugada, o al menos eso era lo que decía su viejo reloj. Hacía semanas que ya no miraba las horas, pues no significaban ya nada para ella. Volvió de nuevo a preguntarse dónde estaba su marido, y quién era el extraño que dormía con ella.
A. Fradera
En recuerdo a mis queridos abuelos.

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